Abstract
Con el final de la Segunda Guerra Mundial el mundo asistió al nacimiento de un nuevo orden internacional, caracterizado por la bipolaridad y el inicio de la Guerra Fría. La URSS y los EEUU, al frente de los bloques en liza, terminaron por eclipsar a unos poderes europeos ya muy mermados, y por dibujar en el Viejo Continente una línea de choque entre sistemas que no tardaría en hacerse extensiva al resto del mundo. Y fruto de esta nueva realidad internacional y de su evolución, un fenómeno que ya había dado sus primeros pasos antes de la guerra contra el Eje iba a tomar una fuerza irresistible después de ella: el despertar de los pueblos colonizados y su lucha por la emancipación.
La referida debilidad europea y el compromiso de Washington y Moscú con la descolonización —entre otras cosas por el afán de atraer a los nuevos Estados a sus respectivas órbitas—, fueron dos de las causas externas que favorecieron el éxito de la lucha por la independencia de los movimientos de liberación. De tal manera que, manifestándose temprano en Asia, la ola descolonizadora saltó al norte de África en la primera mitad de la década de los cincuenta, para superar en 1957 la barrera del Sahel y afectar a la mayor parte del Continente Negro en 1960.
Se trató por tanto de un proceso de descolonización tan rápido como el de colonización, que para el inicio de la década de los sesenta ya había puesto sobre la mesa una evidencia que era asumida por la mayoría de los gobiernos europeos colonizadores y por sus opiniones públicas: el fenómeno emancipador era irresistible y no cabía otra alternativa que no fuese la autodeterminación. Así lo entendió inmediatamente después de terminada la Guerra el laborismo británico, que optó por la concesión de la independencia a sus colonias con la esperanza de mantener a salvo sus intereses y las relaciones especiales que las unían a Gran Bretaña dentro de la Commonwealth. Otras potencias llegaron a la misma conclusión padeciendo en sus carnes los costes de la resistencia armada a descolonizar, en unos procesos que pronto dejaron claro que no cabía confiar en el recurso a la fuerza para mantener las relaciones desiguales metrópoli-colonia, como demostraron las expulsiones de Holanda de Indonesia en 1949 y de Francia de Indochina en 1954, resultado que desde finales de la década de los cincuenta era previsiblemente el que París cosecharía también en Argelia.
Sin embargo, a pesar de las lecciones que daba la Historia, aun en ese trascendental año de 1960, España, la Unión Sudafricana y Portugal seguían resistiéndose a ver en el horizonte de sus políticas coloniales la autodeterminación y el fin de sus dominios directos como una alternativa política aceptable, para solucionar sus respectivos expedientes coloniales.
En el caso concreto de Portugal, que es el que aquí nos interesa, cabe decir que, frente a los “vientos de cambio” que empezaban a soplar contra los imperios, no hizo otra cosa que jugarse el todo por el todo, apostando por la perpetuación del dominio directo que venía ejerciendo sobre sus posesiones ultramarinas. Y ese compromiso inmovilista, perceptible desde principios de la década de los cincuenta, llegó a su gran reto entre 1960 y 1962.
Será, pues, en ese marco cronológico en el que nos moveremos a continuación, con el objetivo último de desentrañar lo que significó en términos políticos para Portugal el paso de una lucha fundamentalmente diplomática en el plano colonial, a afrontar un escenario de guerra subversiva en parte de su imperio y de aislamiento internacional desde el inicio de la década de los sesenta.
La aspiración de identificar de dónde viene la política inmovilista portuguesa antes del estallido de la guerra en Angola; hacia dónde apunta, visto que el panorama internacional contradice la viabilidad de su proyecto colonial; y cómo se implementó esa política de rechazó a la descolonización, nos lleva a dividir el trabajo que sigue en tres capítulos. El primero referente a la herencia política que los años cincuenta dejaron a Portugal en materia colonial; el segundo centrado en la descripción del nuevo escenario africano y mundial en el que Lisboa tuvo que moverse; y para terminar, intentaremos concretar las directrices que el Gobierno portugués siguió para intentar romper el aislamiento internacional, así como el discurso que adoptó para mantener el frente interior unido dada la magnitud del problema.
Y todo este análisis procuraremos hacerlo primando la dimensión internacional del problema, porque hay que tener muy presente que la batalla portuguesa, tanto antes como después del estallido de la guerra en Angola, tuvo en los foros internacionales y en las relaciones bilaterales con los amigos occidentales un campo de acción fundamental. La supervivencia del Imperio dependía —como siempre había dependido desde su creación—, de dos axiomas básicos: la voluntad y la capacidad de Portugal para resistir política, económica y militarmente a las circunstancias; y de un contexto internacional favorable. De hecho, podría incluso decirse que, dada la gravedad de la querella anticolonialista, la primera premisa dependía en buena medida del apoyo activo o tácito de sus aliados.
La referida debilidad europea y el compromiso de Washington y Moscú con la descolonización —entre otras cosas por el afán de atraer a los nuevos Estados a sus respectivas órbitas—, fueron dos de las causas externas que favorecieron el éxito de la lucha por la independencia de los movimientos de liberación. De tal manera que, manifestándose temprano en Asia, la ola descolonizadora saltó al norte de África en la primera mitad de la década de los cincuenta, para superar en 1957 la barrera del Sahel y afectar a la mayor parte del Continente Negro en 1960.
Se trató por tanto de un proceso de descolonización tan rápido como el de colonización, que para el inicio de la década de los sesenta ya había puesto sobre la mesa una evidencia que era asumida por la mayoría de los gobiernos europeos colonizadores y por sus opiniones públicas: el fenómeno emancipador era irresistible y no cabía otra alternativa que no fuese la autodeterminación. Así lo entendió inmediatamente después de terminada la Guerra el laborismo británico, que optó por la concesión de la independencia a sus colonias con la esperanza de mantener a salvo sus intereses y las relaciones especiales que las unían a Gran Bretaña dentro de la Commonwealth. Otras potencias llegaron a la misma conclusión padeciendo en sus carnes los costes de la resistencia armada a descolonizar, en unos procesos que pronto dejaron claro que no cabía confiar en el recurso a la fuerza para mantener las relaciones desiguales metrópoli-colonia, como demostraron las expulsiones de Holanda de Indonesia en 1949 y de Francia de Indochina en 1954, resultado que desde finales de la década de los cincuenta era previsiblemente el que París cosecharía también en Argelia.
Sin embargo, a pesar de las lecciones que daba la Historia, aun en ese trascendental año de 1960, España, la Unión Sudafricana y Portugal seguían resistiéndose a ver en el horizonte de sus políticas coloniales la autodeterminación y el fin de sus dominios directos como una alternativa política aceptable, para solucionar sus respectivos expedientes coloniales.
En el caso concreto de Portugal, que es el que aquí nos interesa, cabe decir que, frente a los “vientos de cambio” que empezaban a soplar contra los imperios, no hizo otra cosa que jugarse el todo por el todo, apostando por la perpetuación del dominio directo que venía ejerciendo sobre sus posesiones ultramarinas. Y ese compromiso inmovilista, perceptible desde principios de la década de los cincuenta, llegó a su gran reto entre 1960 y 1962.
Será, pues, en ese marco cronológico en el que nos moveremos a continuación, con el objetivo último de desentrañar lo que significó en términos políticos para Portugal el paso de una lucha fundamentalmente diplomática en el plano colonial, a afrontar un escenario de guerra subversiva en parte de su imperio y de aislamiento internacional desde el inicio de la década de los sesenta.
La aspiración de identificar de dónde viene la política inmovilista portuguesa antes del estallido de la guerra en Angola; hacia dónde apunta, visto que el panorama internacional contradice la viabilidad de su proyecto colonial; y cómo se implementó esa política de rechazó a la descolonización, nos lleva a dividir el trabajo que sigue en tres capítulos. El primero referente a la herencia política que los años cincuenta dejaron a Portugal en materia colonial; el segundo centrado en la descripción del nuevo escenario africano y mundial en el que Lisboa tuvo que moverse; y para terminar, intentaremos concretar las directrices que el Gobierno portugués siguió para intentar romper el aislamiento internacional, así como el discurso que adoptó para mantener el frente interior unido dada la magnitud del problema.
Y todo este análisis procuraremos hacerlo primando la dimensión internacional del problema, porque hay que tener muy presente que la batalla portuguesa, tanto antes como después del estallido de la guerra en Angola, tuvo en los foros internacionales y en las relaciones bilaterales con los amigos occidentales un campo de acción fundamental. La supervivencia del Imperio dependía —como siempre había dependido desde su creación—, de dos axiomas básicos: la voluntad y la capacidad de Portugal para resistir política, económica y militarmente a las circunstancias; y de un contexto internacional favorable. De hecho, podría incluso decirse que, dada la gravedad de la querella anticolonialista, la primera premisa dependía en buena medida del apoyo activo o tácito de sus aliados.
Translated title of the contribution | The world against Portugal and Portugal against the world: The Portuguese colonial file and its effects on the international position of the country (1960-1962) |
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Original language | Spanish |
Place of Publication | Madrid |
Publisher | Comisión Española de Historia de las Relaciones Internacionales |
Number of pages | 88 |
Volume | 7 |
Edition | Comisión Española de Historia de las Relaciones Internacionales |
ISBN (Print) | 987-84-614-5838-7 |
Publication status | Published - 2010 |